México y Europa, 1914 Escenarios de la guerra total
La Primera Guerra Mundial (o “La Gran Guerra por la Civilización”, como dice la medalla de campaña de mi abuelo paternal) fue internacional, global y total. No fue la primera guerra global: ese título corresponde a la Guerra de los Siete Años (1756-1763), provocada por la toma de Silesia (austriaca) por Federico el Grande de Prusia, cuando, en palabras de Macaulay, “para poder robar a un vecino (Austria) a quien había prometido proteger, negros pelearon en la costa de Coromandel y pelirrojos se cortaron los cabellos al lado de los Grandes Lagos de Norteamérica”. Pero la Guerra de los Siete Años fue una lucha dinástica preindustrial, librada por ejércitos profesionales y mercenarios. No fue “total”.
La Revolución mexicana no fue ni internacional ni global. Por supuesto, fue una guerra civil (toda revolución es una guerra civil, pero no toda guerra civil es una revolución). Atrajo la atención —y la intervención— extranjera, más que nada norteamericana; pero, no obstante lo que afirman algunos historiadores (y lo afirman porque falta la evidencia para demostrarlo), la intervención estadunidense no determinó la trayectoria de la Revolución. Aun sin la toma de Veracruz en 1914, Huerta hubiera caído; y la Expedición Punitiva, que persiguió a Pancho Villa a través de la sierra de Chihuahua, no resultó tan punitiva. Villa se escapó, así puliendo sus credenciales patrióticas, y Carranza fue demasiado astuto para permitir que su devastado país entrara en una desastrosa guerra desigual (guerra que Woodrow Wilson tampoco anhelaba). Y la Constitución de 1917 nació de todas formas. Por la misma razón la torpe maniobra del gobierno alemán para inducir a México a atacar a Estados Unidos (el telegrama Zimmermann) fracasó: tuvo poco impacto en México, pero aceleró la entrada de Estados Unidos en la guerra al lado de los aliados. Por tanto, el papel de México en la Gran Guerra fue periférico.
La Revolución compartió un rasgo claro y clave con la guerra: fue una “guerra total”. Involucró la movilización masiva de ciudadanos a raíz de lealtades ideológicas (y otras) y consumió vastas cantidades de vidas y recursos. Por tanto, tuvo consecuencias profundas —políticas, económicas y sociales— que trascendieron la mera destrucción. Sin embargo, frecuentemente se olvida o se niega este rasgo de la Revolución. En un excelente estudio reciente de la guerra en México, dos distinguidos historiadores declaran que la supuesta pérdida de un millón de vidas es “una cifra que sale de la nada” (“a number from nowhere”), ya que “las mejores estimaciones demográficas atribuyen el millón de mexicanos perdidos principalmente a la enfermedad y la emigración, no al combate”; todo esto, explican, porque “los ejércitos revolucionarios simplemente no fueron tan letales”, es decir, “de ninguna manera comparables a los ejércitos europeos de la Primera Guerra Mundial”.1 De la misma manera que se critica regularmente a los mexicanos por no practicar una democracia “sin adjetivos”, ni instaurar una economía capitalista dinámica, parece que tampoco fueron muy capaces cuando se trató de matarse unos a otros. La Revolución entonces fue “una fiesta de balas” y los mexicanos se unieron para “ir a la bola”. La Primera Guerra Mundial, por contraste, fue una contienda seria, una matanza industrial de gran escala.
Para sostener que, al contrario, la Revolución sí fue una guerra total, se necesita una definición de la misma. Michael Howard, decano de los historiadores de la guerra, la define, breve pero útilmente, como un conflicto “que involucra la movilización total de los recursos de la sociedad para una lucha prolongada”.2 Su definición incluye dos aspectos que deben distinguirse, porque emergieron en tiempos históricos diferentes. En primer lugar, la movilización requirió la formación de ejércitos masivos de ciudadanos, reclutados a raíz de lealtades ideológicas (a la revolución, a la nación; también, en el caso de la Cristiada de 1926-1929, a la religión). Este hito histórico ocurrió con las guerras revolucionarias y napoleónicas (1792-1815), distintas de las previas guerras dinásticas, cuando el reclutamiento masivo hizo posible ejércitos enormes, motivados —inter alia— por principios ideológicos (liberté, fraternité, egalité) y/o metas nacionalistas. En la batalla de Blenheim (1704) el ejército francés y sus aliados sumaron unos 50 mil (contra una fuerza igual); cuando, un siglo después, Napoleón invadió a Rusia, encabezó a 600 mil (contra más de 400 mil rusos). El ejército francés había crecido 12 veces, mientras que la población de Francia apenas había aumentado 35%. Las guerras también se volvieron más despiadadas. Los comandantes en jefe —siendo Napoleón el caso clásico— buscaban la aniquilación del enemigo y, aún más, el “cambio de régimen” (“regime change”). Mientras que las guerras dinásticas si bien habían sido prolongadas y, repito, globales, fueron productos de sociedades monárquicas-aristocráticas y siguieron una lógica limitada y pragmática. Después de 1792 la guerra a ultranza se volvió la normal.
Sin embargo, éstas no fueron guerras industriales. El armamento napoleónico (cañones y mosquetas, sables y bayonetas) no era muy diferente del utilizado cien años antes “cuando Mambrú se fue a la guerra”. El transporte todavía dependía de caballos, bueyes y carros. Napoleón logró hazañas de organización logística, por medio de marchas forzadas y un eficaz comisariado. Pero lo hizo a raíz de una tecnología antigua —que fracasó desastrosamente en Rusia en 1812—. A mediados del siglo XIX, sin embargo, comenzó una revolución militar (la segunda de la época moderna, siendo la primera la creación de ejércitos profesionales en los siglos XVI-XVII). Las nuevas armas de fuego, hechas de hierro o acero, con cañones estriados (“rifled” —de ahí la palabra “rifle”), y cargados por la brecha, no la boca, eran mucho mas rápidas, poderosas y acertadas. Gracias a la segunda revolución industrial fue posible producir explosivos más fuertes y armas en masa, con ingeniería precisa: las primeras ametralladoras. Al mismo tiempo, la máquina de vapor revolucionó la guerra naval y permitió transportar y abastecer ejércitos en una escala sin precedente. Para eso los Estados tenían que poseer y explotar una infraestructura industrial, la fuente del armamento que —gracias a los ferrocarriles— podía ser puesto en manos de las fuerzas masivas de ciudadanos combatientes que luchaban en la zona de matanza del frente bélico. El primer ejemplo de esta nueva guerra industrial se vio con la guerra civil norteamericana, que la Unión ganó gracias a su superioridad económica; la Primera Guerra Mundial la perfeccionó. (Las guerras europeas en el ínterin —Prusia contra Austria, 1866; Prusia contra Francia, 1870— fueron demasiado rápidas para reproducir este modelo, por tanto engañaron a la gente que, en agosto de 1914, ingenuamente esperaban una guerra corta y decisiva, que “se acabaría antes de Navidad”.)
La Revolución mexicana también fue una guerra total que combinó una movilización masiva, a raíz de motivos ideológicos (entre otros), y campañas extensas y costosas, libradas con tecnología industrial (aunque en gran parte fuera importada): ferrocarriles, telégrafos, teléfonos, rifles, artillería ligera y pesada, ametralladoras, incluso aviones. Involucró tres episodios de guerra civil: la breve insurgencia maderista (1910-1911); la contienda mucho más larga y mortífera entre Huerta y los revolucionarios (1913-1914); y la “guerra de los ganadores”, una lucha intestina pero brutal entre rivales facciones revolucionarias (1914-1915). El primer episodio, más al estilo de la guerra colonial, vio las flamantes fuerzas irregulares rebeldes enfrentándose al ejército regular federal de Díaz. Fue una guerra “asimétrica” que, en la primavera de 1911, produjo un impasse: los rebeldes no podían echar a los federales de las ciudades, mientras que los federales no osaban reconquistar el campo. El Tratado de Ciudad Juárez resolvió el impasse, pero no las cuestiones sociopolíticas pendientes. Tampoco las resolvió el frágil gobierno de Madero.
Durante el segundo episodio (1913-1914) la reconstituida coalición revolucionaria tuvo que llevar a cabo la difícil transición de la guerra de guerrillas a la convencional (es decir, de “asimétrica” a “simétrica”): eso quería decir crear ejércitos masivos como la División del Norte de Pancho Villa, dotada de artillería, ametralladoras, de un buen abastecimiento de fusiles y parque, de trenes (y trenistas), de un servicio médico y hasta de aviones. Así, Villa, a la cabeza de 15 mil hombres bien armados, pudo ganar la batalla de Torreón en abril de 1914, lo que selló el destino del régimen militarista de Huerta (que gracias a la leva había aumentado el número del ejército federal a más de 250 mil). Un proceso de profesionalización parecido se vio en la costa occidental, bajo el liderazgo genial de Obregón y —en mucho menor grado— entre los zapatistas de Morelos. Los soldados revolucionarios recibieron sueldos, pero no eran meros mercenarios (más bien, el sueldo afianzó la disciplina y evitó el saqueo, cosa clave para fuerzas revolucionarias y “populares”). Sus motivos eran diversos, pero las metas sociales y políticas fueron imprescindibles: renovación política, defensa de la comunidad o región, reparto de tierras, reforma laboral. Como en Europa, el reclutamiento local (por ejemplo de los “Batallones de Amigos” —“Pals Battalions”— en Inglaterra) fomentó fuertes lazos de solidaridad y camaradería. En cuanto a “ir a la bola”, quizás jugó un papel en ciertos casos; pero la guerra revolucionaria fue un asunto grave y peligroso y, como bien lo demuestran las versiones orales, muchos rebeldes se alistaron para poner fin a, y vengarse de, los abusos porfirianos y —aún peor— huertistas (como la leva).
Los peligros son obvios si consideramos las bajas. El mejor estudio reciente del impacto demográfico de la Revolución demuestra que las bajas fueron muy altas (es decir, no son simplemente productos del mal censo de 1921, ni del folklore revolucionario) y que el combate, no solamente las enfermedades y la emigración, fue clave.3 Del “déficit demográfico” de más de dos millones, un 25% fue debido a “nacimientos perdidos” y un 10% a la emigración; por tanto 1.4 millones fueron muertes causadas por el combate y sus consecuencias; y la diferencia entre hombres y mujeres (900 mil contra 500 mil) sugiere que el combate en sí fue muy mortífero. Y este cálculo cuadra con la evidencia “anecdótica” de batallas como Torreón y Zacatecas (1914), donde los Federales perdieron cinco mil y seis mil, o Celaya (1915), donde los villistas perdieron seis mil (es decir, casi el 25% de sus combatientes). La guerra revolucionaria, entonces, no fue una historia ópera-bufa de parque pródigamente derrochado y pocas pérdidas. El costo demográfico —en términos de hombres muertos debido a la violencia— fue alrededor del 3% de la población total, casi dos veces la cifra de las pérdidas equivalentes en Gran Bretaña durante la guerra (1.6%), y muy comparable a la cifra alemana.
Por supuesto, aunque México podía producir parque, dependió de importaciones de armamentos; por tanto, los rebeldes pioneros de 1910 tuvieron que improvisar, utilizando, a principios, escopetas, machetes, garrotes, arcos y flechas. En la batalla de Casas Grandes (1911) se vieron muy vulnerables frente a los mejor armados federales. Para derrotar al ejército federal —enormemente ampliado—, en 1913-1914, tuvieron que importar armas en gran escala. Como el gobierno norteamericano negó la exportación (legal) hasta febrero de 1914 (un año después del cuartelazo huertista), los rebeldes tuvieron que conseguirlas clandestinamente a través de la frontera, limitando la cantidad y aumentando el costo. Mientras tanto, Huerta tuvo acceso a los mercados europeos y japoneses. Pero cuando Estados Unidos levantó el embargo, los ejércitos norteños pudieron equiparse para llevar a cabo el ataque contra Torreón o, con Obregón, el metódico avance por la costa occidental. Por supuesto, eso no tiene nada que ver con la caridad gringa; las importaciones se pagaron por medio de la exportación minera y ganadera. Los zapatistas y otras fuerzas centro-mexicanas carecían de los recursos y del acceso para armarse de este modo y por tanto el crecimiento y la profesionalización de sus ejércitos quedaron a la zaga.
Durante los dos episodios de guerra convencional y simétrica, se vieron cada vez más las tácticas estilo guerra europea. Por supuesto, la Revolución no produjo la prolongada guerra estática del frente occidental, aunque se utilizaron regularmente trincheras y loberas, así como el alambre de púas; y, en un caso importante —el asedio de El Ébano, que duró casi tres meses en 1915— los defensores carrancistas emularon a los ejércitos europeos. (Incluso ocurrió algo de fraternización entre las dos fuerzas vecinas —con el intercambio de carne y tequila— que recuerda el célebre partido de futbol entre alemanes y británicos el día de Navidad de 1914, ganado por los alemanes.) La victoria decisiva de Obregón sobre Villa en 1915 también dependió de su inteligente uso de tácticas “europeas”, cuando su infantería (que incluía a los Batallones Rojos recientemente reclutados), atrincherada entre los canales de riego alrededor de Celaya, y dotada de ametralladoras, acribilló a la caballería villista. Por supuesto, muchas campañas revolucionarias fueron muy móviles, con rápidos avances por tren o caballo (El Ébano, como los asedios de Naco y Agua Prieta, no fue la norma). Pero el frente oriental europeo —donde rusos, alemanes y austriacos peleaban en un terreno enorme y abierto— también fue muy móvil.
Finalmente, la guerra total, con su movilización masiva y muchas bajas, tuvo consecuencias profundas. En Europa se derrumbaron antiguos imperios (Romanov, Habsburgo y Hohenzollern); brotaron nuevos movimientos radicales comunistas, fascistas; y la guerra inspiró una nueva forma de capitalismo “dirigido”, con una fuerte dosis de intervención estatal. En Inglaterra, Lloyd George prometió “hogares para los héroes” (homes fit for heroes: promesa que nunca cumplió; por tanto el Estado de bienestar social inglés tuvo que esperar hasta 1945, después de otra guerra total). Pero en México —donde la guerra total formó parte de una revolución social— los “ejidos para los héroes” sí resultaron, en parte porque una generación de campesinos y obreros, armados y movilizados siguieron presionando a sus gobernantes. El México posrevolucionario entonces fue una sociedad violenta, donde las armas fueron ubicuas, igual que su uso. Europa también experimentó una ola de violencia posguerra —los Freikorps alemanes, los Squadristi italianos y los Black and Tans (negros y marrones) británicos— pero, mientras que los veteranos europeos se concentraron en la derecha radical, en México abarcaron todo el espectro político, desde Nicolás Fernández y sus Camisas Doradas por la derecha a los numerosos agraristas armados y CROMistas y CTMistas por la izquierda. La Revolución así dejó una herencia de violencia que los nostálgicos reaccionarios contrastaron con labelle époque del Porfiriato. Pero el Porfiriato también había practicado la violencia, una violencia “arriba-abajo” (“la muerte por el gobierno”, “death by government”, en palabras de Rummel): por ejemplo, en Cananea y Río Blanco, y durante las guerras contra los yaquis y los mayas. Mientras que la violencia posrevolucionaria fue más “abajo-arriba”, en cierto sentido popular y progresista, y el nuevo régimen, encabezado por caudillos veteranos, tuvo que tomar en cuenta los deseos e intereses de sus soldados rasos —al menos los que habían sobrevivido la matanza masiva de la guerra total mexicana.
Alan Knight
Historiador. Académico de la Universidad de Oxford. Autor de The Mexican Revolution, The Mexican Petroleum Industry in the Twentieth Century, entre otros.
Historiador. Académico de la Universidad de Oxford. Autor de The Mexican Revolution, The Mexican Petroleum Industry in the Twentieth Century, entre otros.
Esta es una versión muy abreviada de la ponencia dada en la Cátedra Luis González, El Colegio de México, enero de 2014.
1 Ben Fallaw y Terry Rugeley, “Introduction”, en Forced Marches. Soldiers and Military Caciques in Modern Mexico, Tucson, 2012, pp. 7-8.
2 Michael Howard, War in European History, Londres, 1976, p. 112.
3 Robert McCaa, “The Missing Millions: The Demographic Costs of the Mexican Revolution”, Mexican Studies/Estudios Mexicanos, 19/2, 2003, pp. 367-400.
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