Izquierdas mexicanas: releyendo al EZLN
Las primeras Declaraciones de la Selva Lacandona exponen una veta política y teórica que no está agotada.
Ignacio Sánchez Prado | Relecturas de la izquierda
Con este ensayo dedicado al pensamiento político y social del Ejército Zapatista de Liberación Nacional ofrecemos la última de cuatro entregas de una serie que se propone releer, desde las inquietudes del presente, a algunas de las figuras y de los textos más representativos de las izquierdas mexicanas.
Leer en 2015 varios de los documentos fundacionales del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en sí mismos y como textos de pensamiento político, es una tarea más desafiante de lo que parece. Por un lado, resulta innegable que esa relectura se dificulta frente al derrotero histórico del movimiento. Aunque tanto el EZLN como sus caracoles siguen activos y siguen siendo espacios de considerable movilización política, su forma actual dista mucho del protagonismo y de la fuerza que alcanzó en momentos como la insurrección, la Caravana y hasta la Otra Campaña. Por otro, es también imposible olvidarse del alud de escritos sobre el neozapatismo, resultado tanto del fuerte basamento intelectual y político del movimiento a nivel nacional como de la forma en que cristalizó, a nivel internacional, la necesidad de una izquierda que superase los escollos resultantes de la caída del socialismo real.
Conforme México entró a una vertiginosa etapa de ultraviolencia en la primera década del siglo XXI, y conforme se ha acelerado de manera voraz ese neoliberalismo que en 1994 comenzaba apenas a enseñar sus verdaderas dimensiones, los reclamos zapatistas y las distintas encarnaciones tanto del movimiento como de su figura más visible, el Subcomandante Marcos (ahora Galeano), se vieron opacados por la triste urgencia de los más de cien mil muertos y del desmantelamiento de lo que quedaba del legado posrevolucionario y del Estado de bienestar. El mismo estado de Chiapas ha devenido en los últimos años un lugar secuestrado por la estructura clientelar del partido político más corrupto de México; resulta increíble pensar que el mismo estado donde se gestó el EZLN se ha convertido en el caldo de cultivo de un posible candidato presidencial de régimen y en la mina de votos que le permite mantener el registro a un partido cuya desaparición se pide desde varios frentes de la sociedad mexicana.
Las reflexiones que siguen intentan sugerir una lectura de las primeras dos declaraciones de la Selva Lacandona, no desde la comodidad de conocer la historia posterior del EZLN sino a contrapelo de ella. Pienso que existe una veta política y teórica en esos documentos que no está agotada y que nos ofrece pistas para pensar la política en México desde otras perspectivas, justo en este momento en que urge más, ante el agotamiento cada vez más irreversible del sistema de partidos, los conflictos internos de la izquierda institucionalizada y la persistencia de un régimen cuya agenda se basa en la profundización de aquellas políticas contra las cuales se levantó el movimiento zapatista. También existe en esas declaraciones un testimonio de la ruta de los movimientos sociales de nuestro país, necesario para comprender las limitaciones de las luchas del pasado conforme construimos las movilizaciones del futuro.
Una característica notable de las primeras dos declaraciones de la Selva Lacandona es su apuesta por la sociedad civil como sujeto privilegiado de articulación política. En esto el EZLN puede considerarse un movimiento claramente datado en los años noventa de México, parte inexorable del arco de movimientos de distintas partes del espectro político que construyeron dicha noción para imaginar el afuera de un Estado abrumador y en exceso poderoso.
Como muchos documentos políticos en la historia de México, las declaraciones de la Selva Lacandona encuentran su base en el artículo 39 constitucional, el cual, desde su introducción en la Constitución de 1857, confiere al pueblo la soberanía de la nación. Este artículo aparece de manera frecuente en la llamada “transición a la democracia”: ha sido invocado en textos a lo largo de un espectro político que va desde el famoso ensayo “Por una democracia sin adjetivos” de Enrique Krauze hasta los constantes pronunciamientos de José Manuel Mireles en torno al derecho de los ciudadanos a organizarse en autodefensas. Considerando el hecho de que el movimiento neozapatista adquirió notoriedad por su defensa de los derechos indígenas, llama poderosamente la atención la ausencia de dicha causa en las dos declaraciones. Con esto no quiero decir que la causa no destaque en la totalidad de los escritos del movimiento, pero los textos centrales de la primera etapa del movimiento no pertenecen en lo absoluto al discurso de la identidad, sino a un reclamo más profundo: el de México como un país donde el Estado ha disociado de la población en general el ejercicio de la soberanía.
Parte de la iconicidad del EZLN fue resultado de su capacidad para adaptar el discurso guerrillero –que se observa en algunas de sus intervenciones tempranas– a las agendas políticas nacionales y transnacionales de los noventa: la política multiculturalista de la identidad, la construcción de un México democrático, la valoración de la etnicidad y el género como formas de articulación distintas al discurso de clase. Esta es la distancia que separa al discurso bélico de la Primera Declaración (enero de 1994) –que incluía un plan de toma militar del poder– del discurso de la “Sociedad Civil” (así, con mayúsculas) y de organización pacífica de la Segunda Declaración (junio de 1994). Sin embargo, más allá del contenido coyuntural, se observan en ambos documentos dos gestos teóricos legibles desde la filosofía contemporánea y cuyas consecuencias para el pensamiento de lo político en México aún no se ha definido del todo. Estas dos características relacionan al pensamiento neozapatista con ciertos cuadrantes de la teoría continental, y permiten observar su potencial y sus límites más allá de la experiencia histórica concreta.
La demanda infinita
El primer gesto es lo que llamaríamos, siguiendo a Simon Critchley, la “demanda infinita”. Critchley ubica uno de los problemas políticos de la contemporaneidad en el ámbito de la ética, y argumenta que al interior de la subjetividad existe una tensión inherente entre el ser y la heteronomía traumática de una demanda que no puede ser satisfecha. En la medida en que la subjetividad social es en parte construida por procesos hegemónicos del Estado, Critchley argumenta que la única forma de iniciar la acción política es, precisamente, con la construcción de un “momento ético meta-político”, basado en una multiplicidad anárquica cuya función es el cuestionamiento de “la autoridad y legitimidad del Estado”.
Esta idea nos permite leer, más allá de los clichés multiculturalistas, el sentido profundo de las primeras dos declaraciones. El disenso de la Primera Declaración se funda precisamente en la aseveración de esta heteronomía traumática que distancia al sujeto político de México de las identidades hegemónicas, sin dejar de reconocer la pertenencia al colectivo nacional:
[…] somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de 70 años encabezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vendepatrias.
La escisión subjetiva entre el “heredero de los verdaderos forjadores” y “los desposeídos”, entre la articulación a una comunidad imaginada y la experiencia de exclusión material de ella, es lo que construye el momento ético meta-político del que habla Critchley. El EZLN funda su cuestionamiento de la “autoridad y legitimidad del Estado” no en la rabia en sí sino en la experiencia traumática que se piensa a sí misma desde una posición ética emergida de la irresoluble dialéctica entre ser un “heredero” y un “desposeído”.
Si esto cristalizó de manera material en el debate respecto a los derechos indígenas –y si este movimiento nace precisamente de un alzamiento en un lugar como Chiapas– se debe a que los pueblos indígenas mexicanos han existido históricamente entre esa escisión manifestada en el hecho de ser “pueblo originario” y simultáneamente nunca haber pertenecido a los proyectos de nación en México, más allá de las ineficientes políticas paternalistas. Además, los pueblos indígenas, como lo estudió brillantemente en 1950 Luis Villoro en su clásico Los grandes momentos del indigenismo, son también una otredad que problematizó históricamente la conformación hegemónica de la nación. No es con la aseveración de la otredad en sí, sino con el momento ético en que la otredad deviene disenso, como inicia la política planteada por los zapatistas.
La horizontalidad
En estos términos –y aquí emerge el segundo gesto–, la idea de “Sociedad Civil” desplegada en la Segunda Declaración no es la noción habermasiana de la acción comunicativa ni el mito popperiano de la sociedad abierta –ambos base de un democratismo institucional que informa al pensamiento liberal mexicano contemporáneo. Más bien esa idea se funda en una “distribución de lo sensible” que activa lo que Jacques Rancière llama una “presunción de horizontalidad” que permite la organización social de iguales. (No es casual queRancière sea un instrumento teórico activado a propósito de los zapatistas en particular, y de México en general, en la obra de pensadores como Todd May, Gareth Williams y Abraham Acosta, puesto que esos momentos de conformación utópica son esenciales para entender lo que Williams llama “la excepción soberana”.)
La distinción entre estos dos paradigmas de sociedad civil no es puramente técnica ni conceptual. Uno de los límites históricos de las teorías neoliberales de la democracia se funda, paradójicamente, en la tiranía de la tecnocracia. Aunque se garantizan en ella las libertades constitucionales fundamentales (de expresión, de prensa, de culto, etc.), el ejercicio mismo del Estado se traslada del pueblo soberano al de una clase de expertos cuya supuesta representatividad se basa en una gestión supuestamente científica e ideológicamente neutral del poder estatal.
El llamado zapatista a la sociedad civil es uno de los primeros discursos que propiamente se oponen al neoliberalismo mediante una estrategia que se observa en nuestros días en movimientos como Occupy y las autodefensas: la presunción de horizontalidad como cancelación de la legitimidad de la tecnocracia. La “usurpación” de Carlos Salinas de Gortari de la que hablan los documentos zapatistas representaba el movimiento opuesto: la cancelación de la horizontalidad democrática en nombre del encumbramiento de una clase tecnocrática cuya ficción ideológica –encarnada en las llamadas “reformas estructurales”– es el derecho de gobernar a contrapelo del pueblo soberano para imponer una decisión soberana de minorías privilegiadas.
Por esta razón, la Segunda Declaración interpela a la subjetividad de la sociedad civil de distintas maneras. La más notable es la “Sociedad Civil” como sujeto, que en la narrativa del documento emerge para asumir el “deber de preservar a nuestra patria” y que está constituida por “todos los mexicanos honestos y de buena fe”. Esta retórica, como sabemos, se ha expandido a otros documentos, como los “Fundamentos para una República Amorosa”, de Andrés Manuel López Obrador, uno de cuyos pilares es, precisamente, la “honestidad” como “la mayor riqueza de las naciones”. Lo que se observa aquí es que la sociedad civil imaginada por el zapatismo no se basa ni en el ejercicio de las libertades liberales (no es el agregado de ciudadanos que por decisión personal y racional participan en la esfera de acción comunicativa) ni en el discurso de la lucha de clases. Más bien, es la emergencia de una comunidad ética cuya formulación surge de la escisión con un Estado que ya no puede ser soberano. Por eso los miembros de esa comunidad ética son “hermanos”: su lazo es comunitario y se basa en la honestidad y la solidaridad.
Aunque muchos comentaristas han cuestionado el uso que López Obrador hace del término “honestidad”, la lectura de dicha categoría desde la Segunda Declaración deja ver que esta no solo significa “no robar”. Se trata, más bien, de un cumplimiento cabal del mandato constitucional de que “todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. La honestidad es el punto de partida básico para que la institución del poder público sea eminentemente constitucional.
Estos dos gestos permiten plantear dos conclusiones preliminares que quizá puedan guiar la lectura desde 2015 de un número mucho mayor de documentos del EZLN. Primero: una de las intervenciones centrales del EZLN en la política de los noventa es el restablecimiento de la ética de la demanda como punto de partida del disenso ante el Estado; es el reconocimiento de la demanda infinita que constituye cualquier subjetividad política. Segundo: si hemos de disociar las ideas de dicho movimiento de su devenir histórico concreto, aunque sea como ejercicio para repensar políticamente nuestro presente, hay una clave importante en la afirmación de horizontalidad, que ha emergido en otros momentos de insurgencia (Gareth Williams, por ejemplo, la observa en la Convención de Aguascalientes), como forma de cuestionar el régimen estamental en que se funda el poder en México (sobre este tema recomiendo el indispensable trabajo de Beatriz Urías Horcasitas sobre la relación entre racismo, poder y Estado en el país).
También hay mucho que aprender de un problema que limita esta presunción: la capacidad del poder de reorganizarse y reafirmarse. Así como el poder racial y económico en Chiapas se ha rearticulado en el gobierno de Manuel Velasco, no es trivial poner sobre la mesa la forma en que los sujetos interpelados por estos documentos zapatistas pueden ser desactivados por nuevas configuraciones del poder. En esto hay pistas para la organización política que sigue emergiendo en otras configuraciones (#YoSoy132, las autodefensas) y que quizá tengan el potencial de ser reinventadas a futuro, aprendiendo de las lecciones históricas que los fracasos de estos documentos en la política real nos han dejado. De un modo u otro, el “¡Basta!” que titula a la Primera Declaración de la Selva Lacandona no cesa, y el monstruo neoliberal contra el que luchaba, y lucha, el EZLN es hoy más poderoso y voraz que en 1994.
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